30 años después, el crimen sigue impune / Mussio Cárdenas Arellano

Javier Juárez Vázquez vivió sus últimos instantes entre la angustia y el miedo. Sufrió tortura. Lo tundieron a golpes, le quemaron la piel, le ataron las manos. Murió abatido por cuatro disparos. Y 30 años después, su crimen sigue impune.

Dirigía entonces el semanario Primera Plana. Rudo en su actuar, torvo al escribir, Juárez Vázquez era toda una contradicción. Podría tener el tema periodístico más revelador, documentado y explosivo, pero antes de publicarlo lo devoraban las ganas de gritarlo.

MussioEra un provocador nato. Ufano y engreído, locuaz, hablantín, gozaba irritando a los demás, encarando a muchos, acusando de frente, restregando en el rostro episodios de corrupción.

Una noche, sin más, ingresó al mundo de los periodistas caídos. Se le vio con vida por última vez en el palacio municipal de Coatzacoalcos. Era la noche del 30 de mayo de 1984.

Había externado temores profundos. En los últimos días se hacía acompañar de su hermano. Desde hacía más de un año traía de encargo al gobernador de aquellos tiempos, Agustín Acosta Lagunes; a su secretario de Gobierno, Ignacio Morales Lechuga; al séquito acostalagunista, a los Hillman, a Montes de Oca, a Sen Flores, a Ramón de Diego, el clan de Los Pantera, su mote por un motel cercano al río Calzadas.

Juárez Vázquez se movía entre la denuncia periodística y la amenaza del sistema. Agreste su estilo, bronco para tratar los temas, sin finura ni pureza, lo mismo le atizó a Juan Osorio López por las obras de mala calidad que se hicieron en su trienio, que a Juan Hillman Jiménez, su sucesor, que las encubrió.

Hubo un tema, sin embargo, que lo fue llevando a su destino fatal: el abuso de poder de Hillman y la complicidad de su inventor político, Agustín Acosta Lagunes.

Documentado, descarnado, el reportaje que describía una jornada de cacería en el río Chumpán, en Campeche, atrapaba a Juan Hillman y a sus invitados, el periodista José Pablo Robles Martínez, dueño de Diario del Istmo; el empresario Luis Daccarett Habib, luego inodado en un fraude a Bancomer, célebre por sus amenazas a periodistas y su renovada prepotencia en el duartismo; Rubén García Albert, jefe de la policía municipal, y el vástago del alcalde, Jonathan Hillman Chapoy, hoy presidente de Grupo Integra.

Decía Juárez Vázquez que a media cacería, las camionetas propiedad del municipio de Coatzacoalcos se atascaron. Imposible rescatarlas, tuvo que recurrirse a un servicio de grúas y la renta de un helicóptero para sacar de ahí al edil y sus invitados.

Primera Plana publicó con detalle el caso, el abuso de poder; el uso de bienes municipales para saciar la pasión del alcalde Hillman Jiménez: la cacería, ubicar a la víctima, jalar el gatillo y sentir el orgasmo de la muerte; el desvío de recursos para salir del atolladero y tapar la fechoría.

Juárez Vázquez remató así una larga cadena de denuncias contra el gobierno de Veracruz, entre ceja y ceja Acosta Lagunes, varias veces burlado Morales Lechuga, quien ofrecía un arreglo, planas de publicidad, recursos económicos para turistear, que el director de Primera Plana aceptaba para después romper el trato.

De aquel hallazgo periodístico pasaría a la denuncia formal, alardeaba Javier Juárez. Lo gritaba en los pasillos del palacio municipal. Pero en el intento se quedó.

Fue visto por última vez la noche del 30 de mayo. Alguien, según una investigación oficial, atestiguó que llegó a una gasolinera del centro de la ciudad, cargó combustible y se dirigió al poniente. Horas después, estaba muerto.

Su cadáver apareció cerca de Minatitlán, en Mapachapa. Entre la maleza, atado de manos con cable eléctrico, su cuerpo aún tenía las huellas de la tortura. En su piel se apreciaban quemaduras de cigarro. Y le habían asestado cuatro balazos.

Suele ser que a los hijos del sistema, el aparato de justicia los encubre. Así ocurrió con el caso Juárez Vázquez.

Totalmente pasivo, el Ministerio Público apenas si integró la averiguación previa. Dejó de lado hechos contundentes, la línea periodística del director de Primera Plana, sus denuncias contra Acosta Lagunes y Morales Lechuga, las acusaciones públicas contra Juan Hillman, la cacería fallida en el río Chumpán, el uso de vehículos oficiales en un evento privado, que presupone desvío de recursos públicos; la renta de grúas para rescatar las camionetas municipales; el arrendamiento de un helicóptero para llevar de regreso al alcalde, su hijo Jonathan, Robles Martínez, Daccarett y García Albert.

Caída la investigación, deliberadamente caída, fue la Dirección Federal de Seguridad, la policía política del gobierno federal, la que se avocó a seguir las pistas que llevaran a esclarecer el caso. Luego se sabría que la DFS sólo ejercía un control de daños, pues estaba embarrada hasta el cuello en el caso. Existía la hipótesis de que Javier Juárez había estado en conocimiento de un campo de entrenamiento de la contra nicaragüense en territorio veracruzano, financiada por el capo del narcotráfico, Rafael Caro Quintero.

Según esa hipótesis, Juárez Vázquez habría enterado del hecho al periodista de Excélsior, Manuel Buendía Téllezgirón, autor de la columna Red Privada, sin que ninguno supiera que la operación Caro Quintero-Contras fue encubierta por la Dirección Federal de Seguridad. Buendía fue asesinado la tarde del 30 de mayo, en la ciudad de México, y Javier Juárez, la madrugada del 31, en Coatzacoalcos.

Años después, cuando Carlos Salinas de Gortari llegó a la Presidencia de México, el caso Buendía fue resuelto. Le imputaron la autoría intelectual a José Antonio Zorrilla Pérez, ex titular de la Dirección de la Federal de Seguridad, juzgado y sentenciado a 30 años de cárcel, hasta lograr su libertad al hacer uso de privilegios que otorga la ley para concluir su condena en su domicilio.

Para Juárez Vázquez no hubo justicia. Toda investigación se desviaba o quedaba trunca. Terminó sugiriendo la Procuraduría de Veracruz que el móvil era pasional. Tres gobernadores, nueve procuradores tuvieron el caso en sus manos y prefirieron el camino del silencio, la simulación y la impunidad.

Patricio Chirinos Calero retomó el caso. Su gobierno le imputó la autoría material al ex jefe policíaco Hilario Beltrán Ruiz, “El Chaneque”. Pasaría el sicario unos meses en prisión, fue condenado y apeló a la intervención de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, advirtiendo que lo hicieron confesar mediante tortura. Un amparo le permitió obtener su libertad y años después falleció. Nunca se admitió que hubo un autor intelectual y que el móvil era político, producto de lo que escribía.

Son ya 30 años. Impune, el crimen de Javier Juárez Vázquez es un agravio. Sobre los sospechosos no se ejerció acción penal. Acosta Lagunes, Morales Lechuga, Juan Hillman, Robles Martínez, Luis Daccarett, García Albert, ninguno de los señalados en el episodio de la cacería con recursos públicos, fue apretado por la justicia. Unos declararon; otros no. Y los que lo hicieron, sólo cubrieron las formas, con el aparato judicial de su lado.

Son ya 30 años. De aquella mañana aciaga del 31 de mayo de 1984 en que apareció muerto pocos recuerdos quedan. Nada se dice de Javier Juárez Vázquez. Lo atrapó el olvido. Sólo unos cuantos lo invocan. Sólo sus amigos refieren aquellas denuncias, sus escritos broncos y sus ganas de anticiparse a sí mismo, de gritarle a los corruptos, cara a cara, lo que son.

Juárez Vázquez sigue en la estadística de los periodistas veracruzanos muertos, encubiertos sus asesinos, burlada la justicia, agraviada su familia, el gremio de prensa, la sociedad. Es el sello del sistema, el silencio y la simulación.

Son ya 30 años y el crimen sigue impune.

Archivo muerto

Desangelada, desairada, la elección extraordinaria en Las Choapas finalmente no congregó a la sociedad. Imperó el abstencionismo, el desánimo, la indiferencia, el repudio a la política de componenda, de acuerdos infames en las cúpulas del poder. Infame su condición, plegado al tronquismo, que infiltró su planilla, ganó Marco Antonio Estrada Montiel, candidato del Partido de la Revolución Democrática, que ahora será el dique que impedirá proceder legalmente contra el ex alcalde Renato Tronco Gómez y hacerlo pagar por sus raterías y atropellos a la ley. Supuesto ex priísta, vinculado al gobernador Javier Duarte de Ochoa, fidelista cuando llegó al Congreso de Veracruz, en 2010, Marco Estrada dejó de ser el ícono de la elección cuando permitió que la posición de síndico le fuera asignada a un operador de Renato Tronco, Javier “Pipo” Basáñez Silván, y la regiduría séptima a Juan Manuel Landero López, ambos tronquistas. Pudo derrotar al Partido Acción Nacional y su candidata Carolina López Aguirre, pero no al abstencionismo. Cuentan los clásicos que las cifras lo dicen todo, y tienen razón: esta vez votó el 30 por ciento del padrón; hace un año, la mitad de los electores. Sin los Tronco en la contienda, obligados a retirarse cuando el Partido Verde y el PRI les negaron el registro, la sociedad se inmovilizó. Vio a un PRD infiltrado por el tronquismo, más rojo que nunca, maniobrero, plegado a los dictados del PRI, y simplemente no salió a votar. Llega Marco Estrada a la alcaldía pero sin la legitimidad de su pueblo, acusado de traidor, de dejarse imponer con tal de ser presidente municipal, sometido a los dictados del PRD estatal y a los caprichos del gobernador. Buen inicio… ¿A qué vino al sur de Veracruz el secretario de Finanzas del gobierno duartista, Fernando Charleston Hernández? ¿A ponerse a mano con los ejidatarios de Tatahuicapan? Encubierto con otros temas, Charleston llegó a sofocar las ansias de volver a tomar la presa Yuribia, a cumplir los acuerdos, a entregar 3.5 millones de pesos, a suavizarle el lomo a los tatahuis para evitar otra crisis por falta de agua en Coatzacoalcos, Minatitlán y Cosoleacaque, que otra vez medio millón de habitantes sufrieran las consecuencias de la negligencia del gobierno de Veracuz por no cumplir los compromisos contraídos y la intransigencia de los habitantes de Tatahuicapan que en su conflicto de poder pasan a arder a quienes nada tienen que ver en el pleito… De hambre los salarios en el ayuntamiento de Coatzacoalcos a nivel de infanterías mientras al delegado de la Secretaría de Desarrollo Social del gobierno federal en Veracruz, Marcelo Montiel Montiel, le llueven las cuotas de sus engendros políticos. No sólo son los 2 millones mensuales que percibe; son también los contratos de obra de los que se nutren sus operadores, las plazas para sus allegados y hasta los permisos para el comercio informal, de a 100 o 200 pesos por cabeza, pero dinero al fin. Una revisión a la nómina municipal da idea de la desproporción, los de arriba en su castillo de oro, y los de abajo en el fango, olvidados y explotados. Empleados de limpia publica de menos de 2 mil pesos a la quincena y Marcelo con una cuota de 2 millones. Vaya insulto… Del “pinches medios” al “si tú me prestas dinero, (las patrullas) las puedo comprar mañana”, va Arturo Bermúdez Zurita en su permanente conflicto con la prensa. Ahora le punza al secretario de Seguridad Pública de Veracruz el reclamo de los líderes sociales de Ixhuatlancillo que exigen que cumpla lo que ofrece. Y cuando una reportera le insiste sobre si les dará más patrullas, sale Bermúdez con su embajada y su chistorete de medio pelo. Repelente a la prensa, hosco con los comunicadores, procaz y hasta insultante, el secretario de Seguridad Pública tiene en su haber agresiones en operativos, acoso de sus mandos medios, represión a reporteros que cubren informaciones y una constante de amenazas. Faltaba verle su patética vena cómica, la del simple que hace bromas de las que sólo él se ríe…

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